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Pregón Judicial 76
LA “MODA” DE LA PENA DE MUERTE, LA JUSTICIA POR MANO PROPIA Y LOS LINCHAMIENTOS.
Por Javier Garin (escritor y abogado. Autor del “Manual Popular de Derechos Humanos”. Vicepresidente del Foro Nacional de Derechos Humanos y Acción Humanitaria. Formador de promotores populares de DDHH.)

La conductora televisiva que, afectada por un crimen, proclama que “los que matan deben morir”, pide la pena de muerte y deplora los derechos humanos, no incurre en un simple exabrupto. Reproduce un discurso represivo sistemático, sostenido desde algunos sectores de nuestra sociedad, cuyos ejes son el descreimiento en la ley, el proceso legal presentado como “un escollo”, la nostalgia por las ejecuciones sumarias y la legitimidad de la venganza y la muerte.

La diatriba contra los derechos humanos es de vieja data. Baste recordar al relator de fútbol a sueldo de la Armada que en plena dictadura convocaba a las hinchadas a manifestarse contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos bajo el lema seudo nacionalista “los argentinos somos derechos y humanos”. Ya en democracia, los comisarios de la “maldita policía”, para evitar denuncias por “gatillo fácil”, inventaron el argumento de que los derechos humanos les impedían brindar seguridad a la población.

Tal vez Susana no ignore que, si bien la pena de muerte fue suprimida de nuestra legislación, siempre ha existido la “pena de muerte extralegal”, es decir: las desapariciones forzadas, las ejecuciones clandestinas, el “gatillo fácil” y últimamente los “ajusticiamientos”. ¿A cuál de estas variantes se habrá referido en su reclamo?

La machaca sobre la inseguridad prepara y facilita el terreno para el florecimiento represivo, magnificada mediáticamente con imágenes de cadáveres y con reportajes morbosos a las victimas en estado de shock. Así se instala un clima de terror generalizado, incluso en sectores no afectados por el problema. Al dar una charla en Jujuy, en el 60 aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, me encontré con gente espantada por “la inseguridad” –drama casi inexistente en esa tranquila provincia-, reproduciendo la paranoia transmitida por los medios de Buenos Aires.

La legitimación social de las vías de hecho es una consecuencia. Noticieros sensacionalistas muestran a vecinos indignados incendiando casas o intentando linchar a algún presunto criminal. Podría referir decenas de casos en que tomé conocimiento directo o indirecto de venganzas privadas y tentativas de linchamiento, que hoy proliferan, fogoneadas por los profetas mediáticos de la muerte vindicativa. Siempre terminan mal, a veces con el asesinato de un inocente, como el adolescente “ajusticiado” por error hace poco en Misiones, al confundirlo los “justicieros” con el asesino de otro chico. La insistencia autoritaria impuso clisés: “la inseguridad es el principal problema del país”, “las leyes son blandas”, “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”, “ la Justicia no sirve”, “los derechos humanos defienden a los delincuentes” , “el delito no se debe a causas sociales sino a malas leyes”. En conversaciones privadas (no queda bien proclamarlo en los medios) se agrega como corolario: “hay que matarlos a todos”, aludiendo con racismo a “los negros”, “los villeros”, es decir: los pobres, cuya sola cercanía aumenta en el medio pelo la “sensación de inseguridad”.

Algunos fomentan este discurso por motivos electorales: el miedo inclina a la gente a abrazar a cualquier demagogo que les prometa soluciones mágicas. Otros, porque responden al lobby de la mafia policial que ambiciona las manos libres para mantener o recuperar negocios sucios. Otros, porque quieren reivindicar indirectamente la represión ilegal de los años setenta y desacreditar a las organizaciones de derechos humanos.

Parece que la inseguridad no se debiera a factores tales como el déficit en las condiciones económicas, sociales y educativas o la capacidad multiplicadora de delitos del narcotráfico, sino a la maligna intervención de esos “enemigos de la tranquilidad pública” que somos los militantes de derechos humanos. Cuando recorro el país dando cursos de formación, o en los reportajes concedidos a medios locales, nunca falta quien nos acuse de “defender a los delincuentes” . Pacientemente explico que lo que defendemos es el Estado de Derecho, la ley y la Constitución ; que las tan denostadas “garantías” deben respetarse, no por simpatía con los culpables, sino para preservar a los inocentes de una condenación injusta; y que cuando nos oponemos a la tortura, el gatillo fácil, las ejecuciones sumarias y otras barbaries no lo hacemos por solidaridad con los criminales sino para impedir que la sociedad en su conjunto quede sometida a estas prácticas cavernarias y al arbitrio despótico de unos pocos supuestos “justicieros” que terminan siendo los criminales más peligrosos.

Los pregoneros de la mano dura añoran la tortura, método de investigación inhumano y perversamente ineficiente, que permite la impunidad del culpable capaz de resistir al dolor y la condenación del inocente que confiesa para evitar un sufrimiento insoportable. Estar en contra de esta aberración equivale para algunos a “defender a los delincuentes”... ¿Acaso también defendían a los delincuentes los Padres de la Patria –Belgrano, Moreno y San Martín- al introducir los derechos humanos en estas tierras, o la Asamblea del Año XIII al quemar los instrumentos de tortura, o los Constituyentes de 1853 al proscribir los tormentos, la pena de muerte y los azotes, declarando inviolable la defensa en juicio de las personas y sus derechos? Por no respetar estos derechos fue que nuestro país sufrió un oprobioso terrorismo de Estado.

En una charla del Foro Nacional de Derechos Humanos, Laura Bonaparte produjo uno de los mejores argumentos que escuché contra la pena de muerte. Dijo: “Nunca las Madres de Plaza de Mayo pedimos la pena de muerte para los que asesinaron a nuestros hijos. Si alguien tenía motivos para pedir una pena como ésa éramos nosotras. Pero no lo hicimos porque no creemos en la muerte. Creemos en la Justicia. Hubo mucha muerte en Argentina, una cultura de la muerte, que sólo puede ser combatida mediante una contracultura de la vida. Como defensoras de la vida, no estuvimos ni estaremos a favor de la pena de muerte.”

Frente a tanto discurso autoritario con sed de venganza y linchamientos, seria bueno que refresquemos en la memoria el ejemplo de nuestras queridas Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que nunca reclamaron ni practicaron la venganza y sí solamente la Justicia.

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